viernes, 29 de mayo de 2009

Mabel Vilchez




EL JUEGO DE LA OCA

Mabel prepara su muestra. Avanza dos casilleros.
Me invitan a escribir para el catálogo. Me entusiasma el puente.
La entrevisto. A pensar al rincón.
Veo su obra. Se insinúan varios caminos. Un pozo amenaza.
Hago un borrador. Juego de nuevo.
Lo releo. Retrocedo seis casilleros.
Rearmo la estructura del texto. Suena el teléfono. Pierdo un turno.

El “disco de pahistos” parece ser el tablero mas antiguo del juego de la oca. Este disco de arcilla encontrado a principios del siglo XX y fechado 2000 años a.C. es asociado con el asedio de Troya, y según el relato fue inventado por Palámides, hijo del rey Eubea para soportar la tediosa espera.
Para algunos autores la Florencia del siglo XVI fue el lugar originario del juego. Otros señalan su creación por los templarios a principios del siglo XII, asocian la organización de los casilleros con instrucciones místicas y refieren significados cifrados en los números de casilleros y la elección del animal.
Lo cierto es que este juego, presente en diferentes culturas, ha mantenido la forma de espiral, el puente, el laberinto, la prisión, la muerte y la promesa del final feliz. El número de casilleros ha variado, de 61 a 63 y se transformó en un juego de niños hace relativamente poco tiempo.
Marta Zatonyi dice que el fenómeno estético, es, en principio, “la esencia humana expresada sensitivamente”. Se pregunta entonces ¿qué es la esencia humana?
En la esencia humana bucea Mabel cuando elige el juego de la oca.
Mabel se pregunta. Se pregunta intensamente. Se pregunta con asombro.
Se pregunta por el juego como actividad del hombre, como pasatiempo, como símbolo.
Se sorprende con la permanencia de la forma de espiral como peregrinación hacia la meta. Se maravilla con la constante en los casilleros. Se conmueve con la oca.
Con la sensibilidad de la línea y la simplicidad del blanco y negro, sobre la precariedad del papel, replantea la muerte y las muertes, los pozos y los puentes, los laberintos y los atajos del tablero tradicional.
Con lucidez reflexiva identifica y dibuja los casilleros del peregrino contemporáneo.
Desde su experiencia sensible incorpora los casilleros de la niña, la adolescente y la mujer. Los procesos biológicos corporales aparecen en “su” juego.
En alusión simbólica, sutilmente, asoma el color.
En el juego de la oca de Mabel Vilchez un beso puede ser un puente, el amor puede ser un pozo, los personajes mitológicos regionales pueden hacernos perder un turno y las leyes de la naturaleza a veces no se cumplen.
La obra nos invita a plantearnos el valor de las metáforas, a averiguar cuáles son nuestros puentes, a recorrer nuestros propios laberintos, a revisar las heridas que nos hicimos en la caída. Nos propone, tal vez, juzgar las ventajas de volver al camino o disfrutar la condena.
El tablero nos impone un recorrido en espiral, nos reserva sorpresas, pero nos promete al final, un lugar extraordinariamente maravilloso, el jardín de la oca.
Cada lámina es un casillero, tiene un número y un título, puede tocarnos o no. Pero no nos impone suertes o desventuras.

Retomando a Zatonyi, “no existe lo estético sin un portador creado, por lo tanto materializado, y sin un sujeto materializador”. El tercer componente del suceso estético es “un sujeto receptor que establece una relación sensitiva con el objeto estético”. Pero este esquema no presupone un receptor pasivo, “ya que en esta intercirculación no puede existir la pasividad pues la percepción es también una actividad”.

Respetable público: su turno.


HUGO JUSTINIANO
OCTUBRE 2006

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